La gratuidad en la familia

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Hace unos años conversaba con una cono­cida mía de más edad sobre cómo la pa­ternidad o maternidad cambian nuestros puntos de vista sobre tantas cosas. Me contaba la anécdota que cuando tenia unos veinte años, y tras una discusión con su padre (discusión que no era una anomalía en aquellos tiempos), éste le reprochaba su comportamiento después de todo lo que tanto él como su madre habían hecho por ella.

\»¿Pues sabes qué te digo?

¡¡¡Sácame la cuenta de todo lo que has gastado estos años con­migo, te lo pago y quedamos en paz!!!. Así no te deberé nada”.

Eso fue lo que más o menos le contestó esta hija enojada. Tras estos antece­dentes, me dijo: \»Afortunada­mente, nunca me pasó la cuenta. Hoy sé que nunca ha­bría podido pagarla”. Claro que para llegar a esa conclu­sión, tuvo que verse en la po­sición de madre respecto a sus propias hijas.

Hoy día vivimos en una sociedad de con­sumo masivo, en la que todo se compra y se vende, en la que todo tiene un precio, en la que los \»mercados”  dictan su ley inexorable a la que Gobiernos y particula­res han de acomodarse por las buenas o por las malas. Y sin embargo, sigue habiendo ámbitos en los cuales las cosas no se valoran por lo que cuestan, sino por la razón por la que se hacen. En los cuales no se hacen inversiones de dinero pensando en la rentabilidad económica, sino en los frutos que se esperan recoger no por quienes hacen esa inversión sino por sus des­tinatarios, que, como esa conocida de la que hablaba, no sabrán valorar debidamente hasta que el paso del tiempo, inexorable, haga que quienes ayer recibían la generosidad de sus pa­dres la den a sus hijo.

Ciertamente, la familia es un ámbito en el que la gratuidad sigue teniendo vigencia.

Cuando se tiene un hijo se asumen compromi­sos que más allá de los dictados de las normas legales, conllevan dar sin esperar nada a cambio. En un primer momento son las necesidades más básicas, el vestir, el comer, el aseo. Conforme los hijos van creciendo y superando etapas, a esas necesidades primarias se añaden otras que su­ponen acompañar a los niños, a los jóvenes, en su deambular por la vida: los estudios, las amis­tades, las decisiones que poco a poco han de ir tomando y en las que en lo posible se les ayuda a que las mismas sean acertadas.

En todos esos casos, hay aspectos que sí pueden ser evaluados económicamente. El precio de los libros de texto, de la ropa, el coste de actividades para que los chavales, sobre todo a ciertas edades, tengan un ocio saludable. A estos gastos puede que se refi­riera esa conocida mía. Pero otros no lo son por mucho que tratemos de asignarles un valor. ¿Cuánto vale una hora de atención a un hijo haciendo los deberes? ¿Y cuando simplemente se le escucha mientras te cuenta la discusión que ha tenido en el recreo con una amiga? ¿Y las horas de desvelo cuando están enfermos? Evidentemente nadie hace esas cosas pensando en ser retribuido, sino por amor, sin esperar nada a cambio.

Por otro lado, la gratuidad no se practica sólo respecto a los hijos. También puede (y debe) encontrarse en la relación de pareja. Cuando dos personas deciden emprender una vida en común, más allá de tópicos peli­culeros, han de hacer un esfuerzo para ajus­tar sus costumbres a las del otro, de tal forma que con el paso del tiempo acaban creando su propia rutina, su propio ambiente, pare­cido pero distinto al de sus familias de pro­cedencia. Ese tránsito a un nuevo hogar precisa de generosidad y de gratuidad.

Es necesario también, conforme pasan los años y las personas nos adaptamos a nuevas situaciones, estar dispuestos a dar sin esperar a cambio. Dejando ámbitos en los que el es­poso o la esposa puedan desarrollar activi­dades de ocio, respetar grados de privacidad en los que el cónyuge permanece a las puer­tas, listo para atravesarlas si es requerido pero sin forzar su entrada, de tal suerte que la relación no sólo no se resiente sino que re­sulta fortalecida pues al fin y al cabo las per­sonas son las que se enriquecen con esos espacios.

Claro que en el fondo, la gratuidad no es tal puesto que sí se recibe algo a cambio. Más que algo, mucho. Incluso yo diría que se re­cibe mucho más de lo que se da. Un beso, un abrazo, una mirada, son pago que supera con creces todo lo dado. Desde este punto de vista no podría hablarse de gratuidad, aun­que no es menos cierto que tampoco este pago es evaluable económicamente. Y ade­más, aunque no se contara con él, seguiría­mos actuando de la misma forma. Sabiendo que la deuda nunca podrá ser pagada. Aun­que en el fondo ya lo haya sido.

DEFINICIÓN DE HIJO\"\"
Hijo es un ser que Dios nos prestó para hacer un curso intensivo de cómo amar a alguien más que a nosotros mismos, de cómo cambiar nues­tros peores defecto para darles los mejores ejem­plos y, de nosotros, aprender a tener coraje. Si. lo es! Ser madre o padre es el mayor acto de. coraje que alguien puede tener, porque es expo­nerse a todo tipo de dolor, principalmente de la incertidumbre de estar actuando correctamente y del miedo a perder algo tan amado. ¿ Perder? ¿Cómo? ¿No es nuestro? Fue apenas un prés­tamo. .. El más preciado y maravilloso préstamo ya que son nuestros sólo mientras no pueden va lerse por si mismos, luego le pertenecen a la vida, al destino y a sus propias familias. Dios bendiga siempre a nuestros hijos pues a nosotros ya nos bendijo en ellos.

José Saramago.

(Sacado de la revista de los Dominicos de Valencia   \»CR\»  de septiembre, octubre de 2013.)

1 comentario en “La gratuidad en la familia”

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