(Reproducimos este articulo de nuestro José Manuel Cidre Mascato
en Habitante De La Noche)
Me insultó de tal manera que tuve que meterle.
Ese tío es un tal.
Esa tía es anormal.
Estaba tan agobiado que tuve que patear la papelera.
O bien…
Me encantó.
Le escuché hablar y me encandiló.
Tias así son las que hacen falta.
Empezamos a besarnos y, bueno, ya sabes.
Sé que es arriesgado el título de la entrada en unas fechas en las que muchos han tenido que parar muy en contra de su voluntad, y en que otros muchos, más en contra de la suya, se verán parados de aquí en adelante.
Aún así, ¿Cuántas veces nos hemos quejado de lo rápido que van nuestras vidas? ¿De la excesiva velocidad en que transcurre la existencia en la sociedad de nuestros días? ¿De qué vamos corriendo a todas partes?
De hecho, no son pocas las dolencias, muy extendidas hoy, que son altamente deudoras de un modo de vida a la carrera. Los niveles de ansiedad y su hermana la depresión que sufrimos sobre todo en las sociedades occidentales no deben poco a un frenético ir y venir cotidiano que, a la larga o a la corta nos perjudica personal y socialmente.
Parece que conviene que no nos paremos. El soniquete machacón que sostiene el sistema en que vivimos exige que actuemos sin pensar, sin parar; compra, vota, responde, retuitea, comparte, consume, bebe, come… Nadamos entre imperativos a los que hay que obedecer, y ya. ¿Para que todo funcione? ¿Para evitar la recesión?
Por eso hay quien se plantea el parar como una respuesta ante dicho sistema. Si visitamos la página enlazateporlajusticia.org impulsada por diversas organizaciones, observaremos como la primera propuesta del tercer punto de su decálogo –cotidianeidad– es precisamente; pararnos, pausar nuestro ritmo de vida.
Aunque hay también otro aspecto que, a mi juicio, se puede percibir de forma más objetiva y que creo que manifiesta bien a las claras la necesidad que tenemos de parar con frecuencia.
¿Cuantas veces nos hemos arrepentido de algo cuando ya era tarde?
Una mala respuesta, aquella mala reacción que rompió una amistad, o peor aún, que nos creó problemas con la Ley. Aquella decisión que nos hizo perder mucho dinero, la enfermedad que contrajimos por nuestra mala cabeza… Y en el caso de las relaciones personales muchas veces tenemos la opción del perdón o la disculpa -las cuales por cierto, se merecen otra entrada- pero cuando nos toca lidiar con las consecuencias naturales y no deseadas de nuestras acciones, no hay vuelta atrás.
Se dice que, nuestros reflejos se desplazan a una velocidad de entre 2,5 y 430 km/h. y pensándolo bien, a no ser que nos encontremos ante un gran peligro, o en una competición deportiva, muchas veces no merece la pena correr tanto.
Me gustaría señalar por último un aspecto del parar que podríamos considerar como, entusiasmante. Hay quien apunta que, parar, aparte de ser bueno en sí mismo, conlleva buenas consecuencias, es decir, de tomarnos nuestro tiempo, de reflexionar, de no precipitarnos salen acciones de mucha mejor calidad ética y humana que de la respuesta inmediata. No en vano la tradición del método de revisión de vida o de encuesta sitúa el juzgar siempre, entre el ver y el actuar. Quizá hasta hayáis escuchado el cuento del ermitaño que vivió en silencio toda su vida y cuando se iba a morir ante las súplicas de aquellos que le admiraban y lloraban su partida exclamó; fuego y frente a él, empezó a arder.
Una cosa está clara, seremos más libres, en la medida en que nuestras acciones partan realmente de nuestro interior, más que de presiones del tipo que sean. Y para ello, hace falta parar.